Por CARLOS RAMOS NÚÑEZ[1]
(Este texto forma parte del segundo número de la Revista Peruana de Derecho y Literatura)
Una curiosa contradicción
Los textos que surgen de la creatividad y del ingenio poseen un valor documental indudable. Es conocida la recusación que Mario Vargas Llosa –en la actualidad, nuestro más afamado exponente literario–, quien en sus trabajos siempre se muestra laborioso, formula en contra del empleo de los textos de ficción con fines sociológicos, antropológicos o históricos. Para nuestro escritor, el ejercicio literario, al menos en sus vertientes poética y narrativa, supone una suerte de «entredicho con la realidad».[2] Según el novelista, los frutos de la ficción, sean estos un poema, un relato o una ambiciosa novela, aspiran a agotarse en sí mismos, se bas-tan por sí solos y crean un universo paralelo, basado exclusivamente en la fantasía del autor. No el reflejo de la realidad, sino la construcción de un mundo alternativo, sería, conforme a esa postura, el fin último de una obra de ficción, al margen de cualquier consideración relativa a su calidad: un universo que se autocontiene y se justifica a sí mismo.[3]
La posición teórica que defiende Mario Vargas Llosa, sin perjuicio de su consistencia, no deja de ser controvertida, al menos en un aspecto esencial. Sin duda, su credo libertario, centrado en el individuo, ha llevado al aclamado escritor al extremo de recusar la utilización de los textos literarios para cualquier otro fin que no sea el estrictamente psicológico y expresivo. A su juicio, la literatura, si alguna realidad refleja, es la «realidad» subjetiva del autor, mas no el mundo externo, objetivo.[4] Esta doctrina fue aplicada por Vargas Llosa en el estudio que dispensa hacia 1996 a la obra de José María Arguedas, a quien ensalza como un estupendo artífice de ficciones, a la vez que niega su contenido documental.[5] Arguedas, como se sabe, fue al mismo tiempo narrador y antropólogo. Su solvencia técnica en ambas disciplinas se halla fuera de toda duda. Por ello, cabría preguntarse: ¿no existe belleza estilística y capacidad persuasiva (valores eminentemente «literarios») en los numerosos reportes antropológicos entregados por el novelista andahuaylino? O, dicho de otro modo, ¿no asoman preciosos datos sociológicos, etnográficos y hasta jurídicos en su obra de ficción?
Lo cierto es que en la obra arguediana, como en la de cualquier otro escritor, existen vasos comunicantes entre ambas dimensiones del intelecto: la fabulación convive con el registro veraz de la sociedad, de la cultura y del Derecho. La propia obra de Vargas Llosa participa de ese perfil. La ciudad y los perros da cuenta exacta del espíritu militar, la marcial intolerancia y la rígida y, a la vez, ineficaz disciplina cuartelera.[6] El tono risueño de Pantaleón y las visitadoras no se exime en absoluto del mismo propósito y de un idéntico develamiento de la verdad. Conversación en La Catedral representa, por su parte, la mejor descripción del ochenio odriísta, no sólo en su vertiente política, sino incluso en los estados de ánimo y la mentalidad de los distintos estratos de la sociedad peruana. La figuración de un fenómeno atroz del Perú contemporáneo: el terrorismo, como método de acción y sus probables raíces históricas, despuntan en Lituma en los Andes. Incluso en aquellos casos en que ha sido preciso afrontar el desarrollo de una novela en un escenario geográfico y cultural poco o nada conocido, como en La casa verde en cuanto a la realidad amazónica, La guerra del fin del mundo para el caso del nordeste canudo del Brasil o La fiesta del Chivo y la sordidez del régimen del dictador Trujillo en la República Dominicana, el resultado ha sido de un realismo tal –sin que ello suponga un género literario– que esas novelas emergen como útiles herramientas de estudio desde las ciencias sociales y, cómo no, eficientes para el conocimiento del ordenamiento –o desorden– de un Estado y de una sociedad.[7]
En una conocida frase de Balzac (entendido en la técnica legal de desalojos, pensiones, estafas, quiebras y bancarrotas, esenciales para entender el impacto del Code napoléonico en la sociedad francesa), que Vargas Llosa cita como epígrafe inicial de Conversación en La Catedral, se nos recuerda aquello de que «la novela es la historia privada de los pueblos». Un estudioso de la obra del escritor peruano, Miguel García-Posada, quien, junto a otros críticos, ha querido asociar los vínculos de la narrativa de Vargas Llosa con la historia latinoamericana y hasta con la geografía, sobre el eje de un conjunto de relatos bien seleccionados, precisa, después de un largo análisis de su obra creativa, que el propósito del novelista peruano consiste en «rastrear la verdad, iluminar los horrores de la historia o de la naturaleza [...] de un modo u otro el novelista trata de indagar en esa otra verdad que discurre por debajo de las máscaras del poder y de las convenciones sociales [...]. Toda la obra novelesca de Vargas Llosa constituye una grandiosa historia no oficial».[8]
A este propósito, puede recordarse la famosa teoría de Roland Barthes en torno a la transparencia. Barthes compara el lenguaje común con un vidrio translúcido que deja ver fácilmente la realidad exterior, y al lenguaje literario con un vidrio empavonado que la esconde.[9] La estructura del Derecho no es extraña en absoluto a ese paralelo. En efecto, las relaciones sociales constituyen el vidrio incoloro, en tanto que el sistema normativo sería el vidrio ahumado.[10] En el primer caso basta la fotografía, en el segundo se requiere de la radiografía y, quizá, de la resonancia magnética. La realidad se escamotea, pero no se pierde. Habrá que ir en su búsqueda y encontrarla. La teoría de una interpretación común para la literatura y el Derecho contribuye a ese esfuerzo.
La urgencia alimenticia de Vargas Llosa
Las alusiones de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) en torno al Derecho no deben ser escatimadas; en especial, las referencias a su época de estudiante en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos. En varias de sus obras, el autor arequipeño evoca que, aún adolescente, ingresó a San Marcos a seguir Letras y Derecho, «la primera por vocación y la segunda por resignadas razones alimenticias».[11] Una remembranza recurrente es, de modo muy contrario a los deseos de su familia, su elección de una universidad del Estado que sería, como él denomina, un «acto de rebeldía», frente a la propagada idea de que un estudiante de clase media debía optar por la Universidad Católica, institución privada más a tono con la imagen social y las relaciones. En realidad, el aliento para estudiar Derecho provino del querido tío Lucho, el amable y práctico hermano de su madre, quien compensaba a la ausente figura paterna. Lucho Llosa pensaba que la abogacía le dejaría espacio para cultivar la literatura. Con aquélla podría conciliar «la vocación literaria y el trabajo alimenticio».[12] No fue tampoco pequeño el trabajo realizado en esa misma dirección por el doctor Guillermo Gulman, abogado y maestro de Economía Política, reclutado por el director Marroquín, en el legendario Colegio San Miguel de Piura:
«Fue ese curso, creo –anota el novelista–, y también los consejos del tío Lucho, los que me animaron a seguir luego, en la universidad, las carreras de Letras y Derecho. Antes de ir a Piura estaba resuelto a hacer sólo Filosofía y Letras. Pero en esas clases del doctor Gulman, el Derecho parecía mucho más profundo e importante que lo meramente asociado a los litigios: una puerta abierta a la filosofía, a la economía, a todas las ciencias sociales».[13]
Su estancia en Piura y las largas tertulias con el tío Lucho determinaron también que postulase a la Universidad de San Marcos y no a la Católica, «universidad de niñitos bien, de blanquitos y de reaccionarios. Yo iría –afirma rotundo– a la nacional, la de los cholos, ateos y comunistas».[14] En esa gran novela que es Conversación en La Catedral (1969), a través de Zavalita, el desconcertado protagonista de dicha novela y alter ego del autor, Zoila, la madre burguesa de Santiago Zavala, sobresaltada, pronostica: «No quiere entrar a la Católica sino a San Marcos. Eso lo tiene hecho una noche a Fermín». Don Fermín, el acaudalado e influyente padre interviene también:
«–Yo lo haré entrar en razón, Zoila, tú no te metas [...]. Está en la edad del pato, hay que saber llevarlo. Riñéndolo, se entercará más. –Si en vez de consejos –retruca doña Zoila– le dieras unos cocachos. El que no sabe educarlo eres tú».
A su vez, Popeye, hijo de un senador odriísta, le comenta a su padre en torno a la decisión de Santiago:
«–Se le ha metido entrar a San Marcos porque no le gustan los curas, y porque quiere ir donde va el pueblo –dijo Popeye–. En realidad, se le ha metido porque es un contreras. Si sus viejos le dijeran entra a San Marcos, diría no, a la Católica. –Zoila tiene razón, en San Marcos perderá las relaciones –dijo la vieja de Popeye–. Los muchachos bien van a la Católica. –También en la Católica hay cada indio que da miedo, mamá –dijo Popeye».[15]
Popeye se encargaría de darle consejos:
«–Tu vieja se fue a dar sus quejas a la senadora por lo de San Marcos –dijo. –Puede ir a darle sus quejas al rey de Roma –dijo Santiago. –Si tanto les friega San Marcos, preséntate a la Católica, que más te da –dijo Popeye. ¿O en la Católica exigen más? –A mis viejos eso les importa un pito –dijo Santiago–. San Marcos no les gusta porque hay cholos y porque se hace política, sólo por eso.
–Te has puesto en un plan muy fregado –dijo Popeye–. Te la pasas dando la contra, rajas de todo, y te tomas demasiado a pecho las cosas. No te amargues la vida por gusto, flaco».[16]
El ingreso a San Marcos, suscita, después de todo, la alegría de don Fermín y un orgullo explícito:
«Lo importante es que el flaco haya entrado a la universidad [...]. La Católica hubiera sido mejor, pero el que quiere estudiar, estudia en cualquier parte». –La Católica no es mejor que San Marcos, papá –dijo Santiago–. Es un colegio de curas. Y yo no quiero saber nada con los curas, yo odio a los curas».[17]
Don Fermín sostiene que no le importa que sus compañeros «sean blancos, negros o amarillos». Sólo espera que estudie y no se quede sin una carrera como su atlético y frívolo hijo mayor, el Chispas.
La coincidente elección de sus amigos parece reforzar la conveniencia de estudiar una carrera liberal como Derecho. Uno de los compañeros de Zavalita, Jacobo, el brillante judío, que deslumbró al ex estudiante del Villa María, también estudiaría Derecho e Historia. Aída, la muchacha de la que se enamora Santiago, escoge finalmente Derecho, después de dudar entre Psiquiatría y Le-yes. Washington, el joven andino de impecable formación marxista y forjador de un círculo de estudios, es un alumno de Derecho. Todos siguen otras carreras (la estrechez del espacio físico en la Casona de San Marcos lo permite tanto como el estatuto universitario) pero, más allá de su adhesión ideológica o política, comparten una sola carrera: Derecho.
A veces, sin embargo, a Santiago Zavala, estudiante de Letras y de Jurisprudencia, lo invade un hilo de desconsuelo. Así, en un monólogo anota: «En San Marcos no se estudia nada, flaco, solo se hacía política, era una cueva de apristas y comunistas».[18] En un pasaje afloran nítidamente prejuicios que ha procurado reprimir: «Cholos, cholas, aquí no venía gente bien. Mamá tenías razón».[19] En efecto, un estudioso de la obra de Vargas Llosa indica que para el escritor la universidad pública más importante del Perú era un campo de experimentación que luego utilizaría.[20] Ese contacto con la realidad pudo haber sido la verdadera razón de su incursión sanmarquina, que, por otro lado, no está libre de sinsabores y sentimientos de pérdida. Pérdidas no sólo sociales: los amigos de Miraflores y los parientes de clase media alta de rasgos europeos. Un biógrafo que fue, a su vez, compañero de estudios en el Colegio La Salle y en el Colegio Militar Leoncio Prado, llegó a sostener con ironía que Vargas Llosa «ni alternó ni hizo amistad con los cholos sanmarquinos. Para qué [sic]».[21] E, incluso, pérdidas morales: «Antes de irme de casa –dice Santiago–, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro».[22]
La ruptura con el padre será atribuida en la boca de Ambrosio al ingreso en la universidad estatal: «–Su papá decía que a usted San Marcos le hizo daño. Usted dejó de quererlo por culpa de la universidad».[23] Don Fermín ya se había expresado en términos hirientes y caricaturescos: «Ha perdido su categoría, ya no es como antes. Ahora es una cholería infecta...».[24] En otro lugar, Zavalita, apunta con franca decepción académica: «San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías», donde enseñaban «las cabezas del Perú». No tanto porque las clases se iniciarán en junio en lugar de abril, sino porque «los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres». Con Aída pensaba que la mediocridad se explicaba por los míseros sueldos que recibían del Estado y el tiempo perdido en el trabajo en dependencias públicas, y con Jacobo, por la falta de adoctrinamiento que propiciaba el sistema. Si en junio las aulas estaban abarrotadas, en el mes de septiembre solo asistían la mitad de los alumnos, y estaban contaminados de formalismo burgués y únicamente buscaban el título. La pregunta crucial pronunciada por Santiago Zavala mientras bebía con Ambrosio en el bar La Catedral de la Avenida Tacna: «¿En qué momento se jodió el Perú?», se transformaba en una interrogante personal para el frustrado personaje: San Marcos. «¿Ahí, piensa, me jodí ahí?».[25] Ya sea en las inmediaciones del Palacio de Justicia o en torno a la pileta de Derecho en la Casona del Parque Universitario, Jacobo procura explicar la medianía de los profesores: «La universidad era un reflejo del país [...], hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras cosas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado».[26] La solución para ese fracaso individual y colectivo descansaba, ingenuamente para estos jóvenes, en la reforma universitaria, la cátedra paralela, el cogobierno universitario, la universidad popular, el centro federado y el derecho de tacha y, si era posible, la revolución.
En otro pasaje autobiográfico, en este caso, más directo, que se inserta en La tía Julia y el escribidor (1977), Vargas Llosa, vecino miraflorino de la calle Ocharán, comensal los días jueves de su tío Lucho y director de informaciones de Radio Panamericana, se describe como estudiante de tercer año de Derecho en San Marcos, «resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor».[27] Sus padres, entonces reconciliados, preferían la carrera de Derecho en la que se matricula durante tres años, pero a la que, finalmente, el escritor rechaza a favor de una firme apuesta literaria.[28] El joven Vargas Llosa le confiesa a Julia Urquidi que sólo «estudiaba Derecho para darle gusto a su familia».[29]
A pesar del poco interés que le suscitaba a Vargas Llosa el estudio del Derecho, y no obstante la pesada carga de sus diferentes empleos, reconoce que dedicaba algún tiempo a preparar sus exámenes, aun cuando con poco ahínco, durante la época que trabajaba en Radio Panamericana junto al artífice de radionovelas, el caudaloso «escribidor» boliviano Pedro Camacho: «Yo solía meterme al cubículo con el pretexto de estudiar, de que en mi gallinero había mucho ruido y gente (estudiaba los cursos de Derecho para exámenes y olvidaba todo después de rendirlos: que jamás me suspendieran, lo cual no hablaba bien de mí sino mal de la universidad). Me sentaba en el alféizar de la ventana y hundía la nariz en algún código. En realidad, lo espiaba».[30]
Cuando ya había iniciado su romance con Julia Urquidi, Vargas Llosa recuerda que trabó amistad con un compañero sanmarquino, el arequipeño (y, más estrictamente, camanejo) Guillermo Velando, quien se tornó en su salvador intelectual, puesto que asistía cada vez menos a clases y se hallaba mal preparado para rendir exámenes. Velando vivía en una pensión del centro, cerca de la Plaza Dos de Mayo, en un cuartito pequeño, abarrotado de libros, maletas y baúles y, como lo describe el afamado escritor:
«Era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y sólo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y, cuando estos se venían encima, yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clase. De allí venía ese domingo, después de pasar tres horas en el cuarto de Guillermo, con la cabeza revoloteante de fórmulas forenses, asustado de la cantidad de latinajos que había que memorizar...».[31]
Velando lo llamaba para recordarle que «la facultad todavía existía y advertirme que al día siguiente me esperaba un examen de derecho procesal».[32] Inesperadamente, Vargas Llosa obtuvo en el examen de Derecho Procesal una nota más alta que Velando, quien, en realidad, conocía mejor la materia.[33] En uno de sus cursos, Derecho Penal, el escritor descubre la voluptuosa actitud del catedrático, «un personaje de cuento», a quien describe como una «perfecta combinación de satiriasis y coprolalia, miraba a las alumnas como desnudándolas y todo le servía de pretexto para decir frases de doble sentido y obscenidades. A una chica, que le respondió bien una pregunta y que tenía el pecho plano, la felicitó, regodeando la palabra: Es usted muy sintética, señorita», y al comentar cierto artículo del Código Penal lanzaba inútiles peroratas sobre enfermedades venéreas.[34]
Cuando era necesario obtener una copia de su partida de nacimiento a fin de validar su matrimonio con su tía Julia Urquidi, que el indignado padre pretendía impugnar, Vargas Llosa, incapacitado para lograr una copia legalizada de su partida de nacimiento, debió enfrentarse a la burocracia universitaria en términos formalmente legales. La señora Riofrío, secretaria de la Facultad de Derecho de San Marcos y encargada de dar las notas, habría de asomar entonces. Engañada por Vargas Llosa, quien le habló de la necesidad de un empleo, la pobre señora escarbó entre los expedientes de los alumnos, hasta encontrar la partida de nacimiento del escritor: «Un día voy a perder mi puesto por hacer estos favores y nadir levantará un dedo por mí».[35]
Vargas Llosa se desprendió definitivamente de sus libros de Derecho cuando requería dinero para ayudar a Julia Urquidi en su viaje a Chile, a fin de apaciguar el escándalo suscitado en su familia a raíz de su furtivo matrimonio. Recuerda que vendió a un librero miraflorino de la calle La Paz, «todos sus libros que aún conservaba, incluidos los códigos y manuales de Derecho, con lo que compré cincuenta dólares».[36] Es probable que este fuera su último contacto directo con los textos legales.
El conocimiento de que el escritor disponía en torno al sistema normativo se revela superficial y limitado. No se trata, en estricto de un estudiante de Derecho, volcado al estudio de la ley, y menos de la doctrina ni de la jurisprudencia. Es poco o nada lo que ha aprendido. La ocasión es su propio matrimonio con Julia Urquidi, la falsificación de la partida de nacimiento, que se atribuiría a la supuesta «corruptora de menores», quien pagaría los platos rotos, y la pretendida nulidad que invoca su indignado padre. El desconocimiento de categorías jurídicas como la nulidad absoluta y la anulabilidad, así como la distinción entre un ilícito civil y un delito penal lo atestiguan. Tal diagnóstico no puede ser un reproche, sino simplemente la constatación de una falta clamorosa de formación jurídica. El temor inicial que le suscitan las amenazas de su padre Ernesto cede a la serenidad, después del diálogo con un iusperito:
«Por lo pronto, consultar a un abogado —fue lo único que se me ocurrió—. Sobre mi matrimonio y lo otro. ¿Conoces a alguno que nos pueda atender gratis, o darnos crédito? Fuimos donde un abogado joven, pariente suyo, con quien algunas veces habíamos corrido olas en la playa de Miraflores. Fue muy amable, tomó con humor la historia de Chincha y me hizo algunas bromas, como había calculado Javier, no quiso cobrarme. Me explicó que el matrimonio no era nulo sino anulable, por la corrección de fechas en mi partida. Pero eso requería una acción judicial. Si esta no se entablaba, a los dos años el matrimonio quedaría automáticamente ‘compuesto’ y ya no se podía anular. En cuanto a la tía Julia, sí era posible denunciarla como ‘corruptora de menores’, sentar un parte en la policía y hacerla detener, por lo menos provisionalmente. Luego, habría un juicio, pero él estaba seguro que, vista las circunstancias –es decir, dado que yo tenía dieciocho y no doce años– era imposible que prosperara la acusación: cualquier tribunal la absolvería».[37]
Vargas Llosa recuerda que, al retornar a Lima tras varios años de ausencia, se dirigió por la avenida Abancay hacia el Parque Universitario y, al observar las instalaciones donde años atrás funcionara la Universidad de San Marcos, una nostalgia lo embargó. Las aulas que alguna vez habían acogido al novelista en sus años de estudios en Letras y Derecho se habían convertido en oficinas y un museo.[38] «No terminé nunca la carrera de abogado, pero, para indemnizar de algún modo a la familia y para poder ganarme la vida con más facilidad, saqué un título universitario, en una perversión académica tan aburrida como el Derecho: Filología Románica».[39] Una bocanada de frustración concluyente se observa en un diálogo esencial de Conversación en La Catedral, entre Aída, Carlitos y Zavalita, cuando el primero pronostica al segundo:
«–Nunca te inscribirás [en el Partido Comunista]. Cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional. –Consuélate, la profecía no se cumplió –dijo Carlitos–. Ni abogado, ni socio del Club Nacional ni proletario, ni burgués, Zavalita. Sólo una pobre mierdecita entre los dos».[40]
En su libro de memorias personales y políticas, El pez en el agua (1993),[41] nuestro escritor se ve precisado a describir a algunos letrados con los que organizó el Movimiento Libertad y que poco tiempo después pasaron a formar parte del novísimo Frente Democrático (Fredemo). Así, Felipe Osterling es descrito como «abogado y maestro universitario de prestigio y con una excelente acción parlamentaria». Lamenta que el profesor de la Universidad Católica no figurase en la plancha presidencial, habida cuenta de lo que su «energía y buena imagen hubieran aportado».[42] Por el contrario, se muestra implacable con Luis Bedoya Reyes, fundador del Partido Popular Cristiano, antigua facción derechista de la Democracia Cristiana. Comparándolo con Fernando Belaunde Terry –el otro aliado del Frente–, Vargas Llosa retrata al político chalaco nacido en 1919 con expresiones que el propio Bedoya hubiera querido, infructuosamente, desmentir: «de origen más humilde», «de baja clase media» y que «había recorrido mucho camino para hacerse una posición en la vida, como abogado».[43] Bedoya Reyes «nunca había podido sacudirse las etiquetas de «reaccionario», «defensor de la oligarquía» y «hombre de extrema derecha» con que lo bautizó la izquierda y fue derrotado las dos veces que postuló a la presidencia (en 1980 y 1985)». Pero aquellas etiquetas no le permitieron gobernar. «Es un error que hemos pagado, sobre todo en la elección de 1985. Porque su gobierno hubiera sido menos populista que el de Alan García, más enérgico contra el terrorismo y, sin la menor duda, más honrado».[44]
Una descripción más bien positiva anuncia el escritor mistiano sobre Lourdes Flores Nano: «Joven abogada, Lourdes se había hecho muy popular por su simpatía y su buena oratoria durante la movilización contra la estatización de la banca».[45] Y del representante pepecista en la fórmula presidencial, el doctor Ernesto Alayza Grundy, Vargas Llosa guarda los mejores recuerdos, no obstante los matices ideológicos que los separaban. Alayza –escribe– era un «ortodoxo seguidor de la doctrina social de la Iglesia, y, como ésta, receloso del liberalismo».[46] Vargas Llosa cuenta cómo, sutilmente y con «finísimas maneras», el letrado le hacía llegar encíclicas católicas sobre cuestiones sociales. «He aquí entre los políticos –anota elogioso– alguien interesado en ideas y doctrinas, que entendía la política como hecho cultural».[47] El narrador no tiene las mismas expresiones para con otros abogados católicos, como Beatriz Merino, Pedro Cateriano y Enrique Chirinos Soto, a los que, en el entorno del Frente, se los motejaba como «católicos, apostólicos, romanos y beatos».[48]
Vargas Llosa dedica unas líneas, llenas de ironía, a Luis Delgado Aparicio –tránsfuga precoz y fujimorista de primera hora– a quien recuerda como «abogado especializado en cuestiones laborales y, de otro lado, una figura popular de la radio y la televisión por sus programas de salsa».[49] Precisamente, narra el entonces candida-to del liberalismo, Luis Delgado había organizado una actividad artístico-política en el Coliseo Amauta. Resulta que Delgado había sazonado el evento, en el que abundarían los discursos y los bailes folclóricos, con la participación de unas ardientes rumberas ligerísimamente ataviadas, que el circunspecto Alayza Grundy contempló con «perfecto estoicismo», mientras que Chirinos Soto sencillamente «bufaba de felicidad».[50] Como se sabe, no bien difundidos los resultados de la segunda vuelta electoral, Luis Delgado y Enrique Chirinos viraron sin tardar hacia el nuevo régimen.
Otro abogado (no ejerciente) sobre el que también opina Vargas Llosa es el político Alan García Pérez, el entonces díscolo presidente de la República y uno de sus más enconados rivales y, sin duda, el maquiavélico fabricante de su derrota, merced a una despiadada contracampaña mediática. «La impresión que me hizo –reconoce el escritor– fue la de un hombre inteligente, pero de una ambición sin frenos y capaz de cualquier cosa con tal de llegar al poder».[51] Después de una reunión con el jefe de estado, que tuvo un gobierno deplorable, Vargas Llosa recuerda haberle dicho, por lo demás inútilmente: «Es una lástima que habiendo podido ser el Felipe González de Perú te empeñes en ser nuestro Salvador Allende, o, peor aún, nuestro Fidel Castro. ¿No va el mundo por otros rumbos?».[52]
Encomia Vargas Llosa, en sus memorias de campaña, el papel de los abogados que, junto a médicos, ingenieros, arquitectos y economistas, formaban parte de las comisiones del plan de gobierno de Libertad, la agrupación de independientes liberales que lideraba con miras a las elecciones del año 1990. «En su gran mayoría –anota en su descargo–, no habían hecho antes política y no tenían intención de hacerla en el futuro. Amaban su profesión y sólo querían poder ejercerla con éxito, en un Perú distinto del que veían deshacerse. Reticentes al principio, llegamos a convencerlos de que sólo con su concurso podíamos hacer de la política peruana algo más limpio y eficaz».[53] Al recordar su juventud, Mario Vargas Llosa evoca al lúcido jurisconsulto Héctor Cornejo Chávez, profesor de Derecho de Familia en la Universidad de San Agustín de Arequipa y luego en la Pontificia Universidad Católica de Lima, un discípulo incompleto de José Luis Bustamante y Rivero, personaje al que Vargas Llosa admira sin cortapisas.
Conviene transcribir el texto por la agudeza del juicio y el raro equilibrio entre la ponderada admiración y el desaliento final. A pesar de su beatería, Cornejo Chávez, asomaba para toda una generación de jóvenes de una izquierda moderada como «un hombre de ideas más avanzadas y progresistas que sus colegas, alguien empeñado no sólo en moralizar y democratizar la política peruana, sino en llevar a cabo una profunda reforma para poner fin a las iniquidades de que eran víctimas los pobres».[54]
Agrega luego el escritor el testimonio de su simpatía política y personal hacia el que fuera también un acerado polemista parlamentario y forense:
«[...] a mediados de los cincuenta, cuando se vino a Lima desde su Arequipa natal, ese joven abogado parecía un dechado de pureza política, un hombre animado por un ardiente celo democrático y una indignación a flor de piel contra toda forma de injusticia. Había sido secretario de Bustamante y Rivero y yo quería ver en él a una versión rejuvenecida y radicalizada del ex presidente, con su misma limpieza moral y su compromiso inquebrantable con el sistema democrático y la ley. El doctor Cornejo Chávez hablaba de reforma agraria, de reforma de la empresa con participación de los obreros en los beneficios y en la administración, y condenaba a la oligarquía, a los dueños de la tierra, a las cuarenta familias, con retórica jacobina. No era simpático, es verdad, sino más bien un hombre avinagrado y distante, con ese hablar ceremonioso y algo engolado muy frecuente en los arequipeños (sobre todo los que han pasado por el foro), pero lo modesto y casi frugal de su vida nos hacían pensar a muchos que, con él a la cabeza, la Democracia Cristiana podría llevar a cabo la transformación del Perú».[55]
Pero, después del elogio inherente a una época viene la demolición del personaje. Descrito ahora con dureza como asesor de la dictadura militar de Velasco, «autor de la monstruosa ley de confiscación de todos los medios de comunicación y primer director de El Comercio estatizado». Con el golpe, Cornejo Chávez, quien nunca disfrutó de apoyo popular alguno, en palabras de su coterráneo:
«[...] vio llegada su hora. Lo que no pudo conseguir a través del voto, el doctor Cornejo Chávez lo obtuvo a través de la dictadura; llegar al poder en el que los militares le confiaron trabajos tan poco democráticos como el amordazamiento de los medios de comunicación y del Poder Judicial (pues también él sería responsable de la creación del Consejo Nacional de Justicia, institución con la que la dictadura puso a los jueces a su servicio)».[56]
El novelista tiene también recuerdos del parlamentario arequipeño Enrique Chirinos Soto. Le sorprende que después de salir de su sopor alcohólico exhibiera una gran lucidez y agudeza. Arremete, sin embargo, contra la vocación migratoria secular en Chirinos Soto. Este pudo haber inspirado a Henry Chirinos, ese sórdido personaje de La fiesta del Chivo, político y abogado allegado a la dictadura de Trujillo en República Dominicana, que arrastra con dos alias vergonzosos: «El Constitucionalista Beodo» y, el más aún agraviante, «La Inmundicia Viviente». Precisamente, en esta novela compite Henry Chirinos en una especie de concurso de ruindad con otros dos abogados serviles: el oblicuo y silente Joaquín Balaguer y el padre de la protagonista, Urania, que en su primera adolescencia fue entregada a Trujillo por su progenitor, Agustín Cabral, Cerebrito –otro abogado y partidario caído en desgracia–, con el propósito de reconquistar la confianza perdida. Los abogados, valgan verdades, acaban por convertirse en las peores muestras y, tal vez, hasta en el detritus de la vida social y de la política más infecta.
Vargas Llosa ha manifestado sus críticas a la profesión legal en un texto emblemático, que no sólo se dirige al abogado asesor de empresas, sino, en líneas generales, al abogado burgués y burócrata, contrario a la simpleza y el dinamismo. Es también un cuestionamiento al entero sistema legal complicado, enrevesado y laberíntico. Se trata de un notable texto ensayístico, «La baba del gusano», incluido en la novela Los cuadernos de don Rigoberto.[57] Es toda una impugnación, ácida pero divertida, contra el burócrata, es decir, contra cualquier persona que realiza una labor desde un escritorio (tal vez, el propio narrador, profesional y disciplinado). El escritor, por boca de don Rigoberto, impugna la repetición productiva, el parasitismo laboral y el horario fijo de lunes a viernes y de ocho de la mañana a seis de la tarde que le apareja, que lo han consumido a lo largo de su actividad de especialista en seguros, corroyendo su escondido talento, perdido en trámites, gestiones, solicitudes y procedimientos. Bien pudo Rigoberto haber logrado un equilibrio entre la libertad creativa y su trabajo, pero no, prefirió hacer de su labor «una embrutecedora rutina». Por el contrario, marcaría un abismo imposible de cruzar, convertido en una «hidra reglamentarista, oruga tramitadora, rey del papel sellado», «encarcelado en esa densa malla de regulaciones asfixiantes», que recuerdan a las máquinas del plástico suizo de orientación neorrealista, Jean Tinguely, artilugios que, no obstante su complejidad –exactamente como en el procedimiento judicial–, acaban por parir a lo mucho una pelotita de ping pong.[58] La reflexión, sin duda, es brillante. Más todavía cuando es muy probable que Vargas Llosa no esté al tanto de que, en el mundo de las letras jurídicas, existe un movimiento que precisamente se sirve de artistas como Jean Tinguely, Andy Warhol y otros (como el comunista berlinés Georg Grosz, a quien Vargas Llosa recuerda como retratista satírico de los abogados plutócratas del tiempo de la República de Weimar), para describir, como teoría explicativa entre lo moderno y lo posmoderno, el universo de la ley y de la justicia en el mundo contemporáneo.[59]
En las letras nacionales, a estas alturas es difícil no recordar los duros pasajes contra los abogados que escribiera Manuel González Prada, en uno de sus lapidarios discursos, «Nuestros jueces», en el que acusa a la abogacía de haber devorado a las inteligencias más lúcidas de este país, atrapados en latinazgos y papel sellado y tener por cerebro «un fonógrafo con leyes y decretos».[60]
En La tía Julia y el escribidor asalta a Vargas Llosa un recuerdo de sus visitas librescas a la Biblioteca Nacional del Perú para leer periódicos y revistas del tiempo de la dictadura de Manuel A. Odría, que serviría luego de material para Conversación en La Catedral. Sus lecturas incluían aun los pesados discursos del autócrata, «que los asesores (todos abogados, a juzgar por la retórica forense) le hacían decir al dictador».[61] El abogado aparece como consejero y asesor. En verdad, una constante en la historia del Perú republicano, ya fueran gobiernos dictatoriales o democráticos, civiles o militares, conservadores o liberales, de izquierda o de derecha es el abogado omnipresente al pie de la silla presidencial.
Pero no todos los abogados son malos. Así en Travesuras de la niña mala, el tío Ataúlfo Lamiel, reformista democrático, gran lector, tan incrédulo de la revolución cubana como del primer gobierno de Alan García, propietario de una bella biblioteca, cuarentón alargado y bigotudo, vecino de El Olivar de San Isidro y cuidante devoto de su inválida esposa, Dolores, además de usuario de chaleco y corbata michi, conducía un estudio de abogados, situado en el centro de Lima, y daba clases por horas de Derecho Mercantil en la Universidad Católica. Atendió con diligencia a Ricardo, el personaje que recibiría una herencia de su tía Alberta, en los trámites de la sucesión testamentaria, negándose a cobrar un centavo por sus servicios: «–No faltaba más, yo quería mucho a Alberta y a tus padres, sobrino». Sin duda, el tío Ataúlfo alivió notablemente las tribulaciones judiciales y notariales de Ricardo:
«Fueron unos días pesados, con sórdidas comparecencias ante notarios y jueces, llevando y trayendo documentos al laberíntico Palacio de Justicia, que, en las noches, me dejaban desvelado y cada vez más impaciente por regresar a París. En los huecos libres, releía La educación sentimental, de Flaubert, porque, ahora, la Madame Arnoux de la novela tenía para mí no sólo el nombre, también la cara de la niña mala. Una vez deducidos los impuestos a la sucesión y hechos los pagos pendientes que dejó la tía Alberta, el tío Ataúlfo me anunció que, vendido el departamento y rematados los muebles, yo podría disponer de unos sesenta mil dólares, acaso algo más. Una linda suma, que no pensé llegar a tener nunca. Gracias a la tía Alberta podría comprarme un pisito en París».[62]
El abogado se convirtió, en Travesuras de la niña mala, en el artífice de la aspiración vital de Ricardo: vivir en París. Ricardo no habría podido realizar ese anhelo sin la ayuda del tío Ataúlfo.
Don Rigoberto, por otra parte, en sus Cuadernos, se autocomplace como el más ingenioso enredador o desenredador de argumentos jurídicos de la compañía La Perricholi, a lo largo de veinticinco años. Su vocación y talento fueron precoces:
«¿Cómo no iba a serlo [...]? quien descubrió desde su primera clase de derecho, que la llamada legalidad es, en gran medida, una intrincada selva donde los técnicos en enredos, intrigas, formalismo, casuismos, arañan siempre su agosto? Que esa profesión no tiene nada que ver con la verdad y la justicia sino, exclusivamente, con la fabricación de apariencias incontrovertibles, con sofismas y embrollos imposibles de desenmadejar. Es verdad, se trata de una actividad esencialmente parasitaria, que he llevado a cabo con la eficiencia debida para ascender hasta la cima, pero, sin engañarme jamás, consciente de ser un forúnculo que se nutre de la indefensión, vulnerabilidad e impotencia de los demás».[63]
En un párrafo que resume sus conceptos y preconceptos sobre el sistema legal, Vargas Llosa, a través don Rigoberto, en esa suerte de autoanálisis, concluye:
«Mi éxito como legalista ha derivado de esa comprobación –que el Derecho es una técnica amoral que sirve al cínico que mejor la domina– y de mi descubrimiento, también precoz, de que en nuestro país (¿en todos los países?) el sistema legal es una telaraña de contradicciones en la que a cada ley o disposición con fuerza de la ley se puede oponer otra u otras que la rectifican y anulan. Por eso, todos estamos aquí siempre vulnerando alguna ley y delinquiendo de algún modo contra el orden (en realidad, el caos) legal. Gracias a ese dédalo usted se subdivide, multiplica, reproduce y reengendra, vertiginosamente. Y, gracias a ello, vivimos los abogados y algunos –mea culpa– prosperamos».[64]
La idea de un laberinto legal aterra a Vargas Llosa. Ya lo había dicho a través de su personaje don Rigoberto, pero una declaración explícita y sesuda, aunque ingenua e inocente para quien conoce la dinámica jurídica, la ofreció en el prólogo al libro de Hernando de Soto, El otro sendero. El subtítulo es elocuente: «La telaraña legal» (nótese que es el mismo término empleado por don Rigoberto en sus Cuadernos):
«Se dice que el número de leyes, dispositivos con fuerza legal –decretos, resoluciones ministeriales, reglamentos, etc.– supera en el Perú el medio millón. Es un cálculo aproximado porque, en verdad, no hay manera de conocer la cifra exacta: se trata de un dédalo jurídico en el que el investigador más cauteloso fatalmente se extravía. Esta cancerosa proliferación legalística parece la afloración subconsciente de la anomalía ética que está en la raíz de la manera como se genera el Derecho en el país (en función de intereses particulares en vez del interés general). Una consecuencia lógica de semejante abundancia es que cada disposición legal tenga, o poco menos, otra que la enmiende, atenúe o reniegue. Lo que, en otras palabras, significa que quien está inmerso en semejante piélago de contradicciones jurídicas vive transgrediendo la ley, o –algo acaso más desmoralizador– que, en una estructura de este semblante, cualquier abuso o transgresión puede encontrar un vericueto legal que lo redima y justifique».[65]
Esta marea legislativa por volumen y especialidad se hace imposible de conocer. Por otro lado, la mayoría de las disposiciones legales que regulan la actividad de los ciudadanos, «[...] se cocinan en la sombra de las colmenas burocráticas de los ministerios (o en los estudios privados de ciertos abogados), de acuerdo a la fuerza persuasivas de las ‘coaliciones redistributivas’ cuyos intereses van a servir. Y son promulgadas a tal ritmo que ya no solo el ciudadano común, sino incluso el especialista o el afectado por la norma novísima, no están en condiciones de conocer, cotejar con el contexto jurídico vigente y acomodar el propio quehacer en consecuencia».[66]
Pareciera (y aquí estamos ante otro punto neurálgico del discurso) que las normas se elaborasen deliberadamente en forma confusa con el propósito de aislar al pueblo, de presentar al Derecho como algo ajeno a la sociedad civil: el apartheid legal, esto es, un sistema construido intencionalmente para que no sea conocido.
Claro está que, a través de la autocrítica de Don Rigoberto y del prólogo a El otro sendero, Vargas Llosa reclama la edificación de un sistema legal simple, sencillo y cognoscible. No son estos sino los ideales de la Ilustración, que harían viables los códigos modernos de los siglos XVIII y XIX, paradigmas de la modernidad y, como tales, enérgicos enemigos de la incertidumbre jurídica del Antiguo Régimen. En tal sentido, se estaría postulando un esquema normativo práctico, banal y sistemático. Luchting ha insistido en la asombrosa la visión sistemática de la novelística vargasllosiana.[67] La novela total sería como un código armónico y dotado de plenitud, que lo comprenda todo. Balzac, otro exponente de esa perspectiva, daba por descontado que el código napoleónico revestía esa característica.[68] Stendhal, a su vez, le confesaba al propio Balzac que todas las mañanas, para agarrar el tono a fin de componer su obra La Chartreuse, leía dos o tres páginas del código galo.[69] La lectura del Code era un proverbial ejercicio de economía del lenguaje y de orden en medio del caos. Vargas Llosa participa de un concepto similar, como ha percibido Raymond L. Williams. Se trata de vencer (como ocurre en la narrativa de Faulkner y en la idea de historia de Popper) el caos y edificar sobre sus cenizas un orden, una organización arbitraria de la realidad humana.[70]
En El paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa tiene ocasión para divertirse en torno a la literalidad de la ley. Así, cuando Flora Tristán perdía toda esperanza de ayuda, recibe una carta de su tío paterno, don Pío Tristán. A la «sobrina querida» le hacía saber, de manera rotunda, que su condición de hija natural –¡ay, el implacable rigor de la ley!– la excluía de todo derecho a la herencia de su «queridísimo hermano don Mariano».[71]
Por otro lado, en cuanto a la sistemática jurídica, la admiración de Vargas Llosa hacia Madame Bovary de Flaubert se conecta con la admiración que la idea de sistema, de totalidad o conjunto narrativo suscita en el escritor. Vargas Llosa recuerda «esa propensión que me ha hecho preferir desde niño las obras construidas como un orden riguroso y simétrico, con principio y con fin, que se cierran sobre sí mismas y dan la impresión de la soberanía y de lo acabado, sobre aquellas abiertas, que deliberadamente sugieren lo indeterminado, lo vago, lo en proceso, lo a medio hacer».[72] En otro texto, acerca de su idea (o ilusión) de totalidad, expresaría un concepto muy próximo a la noción de un Derecho sistemático pero integral y no excluyente, típico de la Escuela Histórica, que, como se sabe, no excluye a la costumbre ni la fantasía ni al lenguaje de un sistema jurídico:
«‘Total’ debe entenderse no de manera cuantitativa sino cualitativa. La obra no trata de representar extensivamente la experiencia humana sino mostrar que ella es objetiva y subjetiva, real e irreal, y que ambos planos conforman la vida. El hombre habla, actúa, sueña e inventa. No sólo es historia y razón, sino fantasía y deseo. No sólo cálculo, también espontaneidad. Aunque ninguno de los dos órdenes está enteramente esclavizado al otro, ninguno podría prescindir de su contraparte sin destruirse así mismo».[73]
Otro tipo de energía vital apreciado por Vargas Llosa reside en la firmeza de la vocación y, en particular, el hechizo que ejerce en el joven que, seguro de su camino, abandona aquello que parece un puerto seguro, pero cuyo trayecto y destino no ama. El propio Gustave Flaubert, a quien su padre, médico él, obliga al joven a seguir estudios de Derecho en La Sorbona, debió buscar el pretexto de una enfermedad o, como dice, Vargas Llosa, elegirla, antes que continuar con la carrera forense. Vencido el obstáculo (su padre) se dedicaría a lo único que le interesaba: la literatura.[74] Pero, Vargas Llosa no tiene necesidad de buscar estos actos de sacrificio o, mejor dicho, de definición en la literatura o entre los escritores afamados, sino entre sus propios contertulios. Así, describe en El hablador a un estudiante de Derecho muy especial, compañero suyo, Saúl Zuratas, Mascarita, el muchacho judío al que un protuberante lunar oscuro, de color vinagre, le cubría todo el lado derecho de la cara y del que afloraban unos pelos rojos como las cerdas de un escobillón. Saúl había ingresado a San Marcos a seguir abogacía, sólo para dar gusto a Don Salomón, su severo padre. El comerciante hebreo, por mucho que lo necesitara, no quería verlo jamás detrás de un mostrador, sino convertido en diputado para que la familia se vuelva importante.[75] Don Salomón estaba convencido de que el ejercicio de una profesión liberal, como la abogacía, resultaba el medio más propicio para alcanzar ese logro.
Era entonces frecuente que un joven universitario estudiara junto a Jurisprudencia una carrera paralela como Literatura o Historia, pero Mascarita, hacia 1956, estudiaba Etnología al mismo tiempo que Derecho. Sin embargo, la verdadera pasión del Saúl era la selva amazónica, tanto que esgrimía la tesis según la cual que los antropólogos que allí trabajaban, cumplían el mismo papel nefasto (diezmar a los indios) que los clérigos, caucheros, madereros y reclutadores. Paulatinamente, Saúl Zuratas se desinteresa de la carrera de leyes.
«¿Se había enterado Don Salomón que Saúl estudiaba Etnología o no lo creía concentrado en los cursos de Leyes? La verdad es que, aunque Mascarita estaba aún inscrito en la Facultad de Derecho, descuidaba totalmente las clases. Con excepción de Kafka, y, sobre todo, La metamorfosis, que había releído innumerables veces y poco menos que memorizado, todas sus lecturas eran ahora antropológicas. Desde el primer contacto que tuvo con la Amazonía, Mascarita fue atrapado en una emboscada espiritual que hizo de él una persona distinta. No sólo porque se desinteresó del Derecho y se matriculó en Etnología y por la nueva orientación de sus lecturas, en las que, salvo Gregorio Samsa, no sobrevivió personaje literario alguno, sino porque, desde entonces, comenzó a preocuparse, a obsesionarse, con dos asuntos que en los años siguientes serían su único tema de conversación: el estado de las culturas amazónicas y la agonía de los bosques que las hospedaban».[76]
Bustamante y Rivero y la fe en la ley
Vargas Llosa guarda una admiración plena por un político y jurisconsulto peruano. Es probable que sea, junto a la estima intelectual que siente por su profesor de historia, Raúl Porras Barrenechea, el peruano que más le ha conmovido.[77] No es en sí su contextura intelectual, que la tuvo y bien articulada (con una lógica de arquitectura catedralicia, admirada por el narrador), sino porque lo que más le atrae de él, antes que sus pocos libros y artículos, descansa en su integridad moral. Hablamos de José Luis Bustamante y Rivero, coterráneo y pariente de los Llosa, embajador del Perú en La Paz cuando la familia materna del escritor residía en Cochabamba. Bustamante entroncaba con una larga tradición jurídica, tanto que el padre y el abuelo, así como numerosos parientes eran también letrados.[78] La tierra de Bustamante fue célebre, como anota Vargas Llosa en un hermoso ensayo, «por su espíritu clerical y revoltoso por sus juristas y sus volcanes, la limpieza de su cielo, lo sabroso de sus camarones y su regionalismo».[79] Aun cuando Vargas Llosa no vivió nunca en Arequipa, jamás desestimó ese vínculo familiar. Por el contrario, lo puso siempre en evidencia.
Uno de los ascendientes comunes de Mario Vargas Llosa fue el abogado librepensador José Mariano Llosa Benavides, referente lejano de José Luis Bustamante y Rivero. Letrado de ideas radicales en la primera mitad del siglo XIX, «al que la buena sociedad arequipeña rehuía por su fama de comecuras, desde que se atrevió [...], a defender a la monja Dominga Gutiérrez».[80] Se refiere aquí a la hermana que escapó del severo convento carmelita de Santa Teresa, haciéndose pasar por muerta y simulando ser el cadáver de un tercero.[81]
El escritor evoca la breve relación abogado-cliente entre Mariano Llosa y Flora Tristán. Llosa, junto a media docena de abogados, fue consultado, con una recomendación adversa, por Flora Tristán acerca de la posibilidad de reclamar la herencia de su padre Mariano, de las manos de su poderoso tío, don Pío Tristán. El abogado librepensador acabó por darle el puntillazo final. No era sólo que el matrimonio de sus padres no constara en documento y que, en consecuencia, su filiación con su fallecido progenitor, no estuviese acreditada. Era también que el poder de don Pío Tristán, postrer virrey de España en el Perú, era inconmensurable. Ya la había prevenido el propio tío: «un ser glacial, jurídico, portavoz inflexible de la norma legal. Las leyes sagradas, debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización. Según la ley, a Florita no le correspondía nada; si no le creía, que lo consultara con jueces y abogados. Don Pío lo había hecho ya y sabía de qué hablaba».[82]
«–Siento defraudarla, doña Flora [le explicó el doctor Llosa Benavides], pero, legal-mente, usted nunca ganará ese juicio. Aun si tuviera los papeles en regla, y el matrimonio de sus padres fuera legal, también lo perderíamos. Nadie le ha ganado todavía un pleito a don Pío Tristán. ¿No sabe que medio Arequipa vive de él y la otra media aspira a mamar de sus ubres? Aunque, en teoría, seamos ya República, la Colonia está vivita y coleando en el Perú».[83]
El escritor arequipeño recuerda que la noticia de la elección de su tío como presidente constitucional del Perú, «revolucionó a toda la familia». No era para menos: «el tío José Luis era reverenciado como toda una celebridad».[84] Bustamante y Rivero, rememora Vargas Llosa,
«[h]abía venido a Cochabamba y estado en casa, varias veces, y yo compartía la admiración hacia ese importante pariente tan bien hablado, de corbata pajarito, sombrero ribeteado y que caminaba con las patitas muy separadas igualito que Chaplin, porque en cada uno de esos viajes se había despedido de mí dejándome una propina en el bolsillo».[85]
Como irónicamente se comenta en los corrillos públicos de la ciudad: «En Arequipa todos son abogados, salvo prueba en contrario». Tan pronto asumió la presidencia, Bustamante dio a elegir a don Pedro Llosa el cargo de cónsul de Arica o el de prefecto en Piura. La propuesta le vino de perillas al abuelo del escritor, pues su contrato con la familia Said, para la que laboraba, estaba por concluir. Don Pedro escogió Piura y toda la familia, de pocos, se embarcó hasta la cálida ciudad del norte peruano, y, con ellos, el pequeño Mario y sus primas Nancy y Gladys, después de rendir sus exámenes de fin de año. El tiempo que ejerció la prefectura el abuelo Pedro es recordado por Vargas Llosa como un periodo bastante feliz para la familia. Además de ser el último trabajo estable que tendría el señor Pedro Llosa, el modesto sueldo del abuelo contribuía al presupuesto familiar. Su tío Lucho trabajaba en la casa Romero y la madre del escritor, Dora Llosa, encontró un puesto en la sucursal piurana de la casa Grace.
La alegría y la seguridad de la familia se trocarían en desconsuelo e incertidumbre. En octubre de 1948, el general Manuel A. Odría derrocaba al gobierno democrático de Bustamante y Rivero. El probo jurisconsulto marchó a un largo exilio. Sólo una persona, integrada súbitamente a la familia, Ernesto Vargas, progenitor del sastrecillo valiente, quien lo daba por muerto, celebró el golpe «como una victoria personal: los Llosa ya no podían jactarse de tener un pariente en la presidencia».[86] Por lo visto, la simpatía del padre hacia el dictador era una especie de afinidad espiritual con el autoritarismo (Ernesto Vargas en la familia, Odría en todo un país), pero también una complacencia por la pérdida del poder (pequeño y hasta anecdótico, mejor llamado tranquilidad) del que disfrutaron brevemente, en esos cortos tres años, los Llosa. La caída del jurista, un demócrata hasta los tuétanos, serviría de solaz a don Ernesto para burlarse de su consorte Dorita y de su familia, una de las piezas clave para entender la tensa relación del futuro escritor con su padre:
«Desde que nos vinimos a Lima no recuerdo haber oído hablar de política, ni en casa de mis padres, ni en las de mis tíos, salvo alguna frase suelta y al paso contra las apristas, a los que todos los que me rodeaban parecían considerar unos facinerosos (en esto mi progenitor coincidía con los Llosa). Pero la caída de Bustamante y la subida del general Odría sí fue objeto de exultantes monólogos de mi padre celebrando el acontecimiento, ante la cara tristona de mi madre».[87]
En un sutil nexo entre las ideas y sentimientos dictatoriales de Ernesto Vargas, un tenaz opositor a la vocación literaria de su hijo Mario y responsable (con ánimo correctivo) de su matrícula en el Colegio Leoncio Prado, en Conversación en La Catedral, Popeye Arévalo, El pecoso, íntimo amigo de Santiago Zavala y futuro esposo de su hermana Teté, comenta con su padre, el senador:
«–El flaco no se lleva bien con su viejo porque no tiene las mismas ideas –dijo Popeye. –¿Y qué ideas tiene ese mocoso recién salido del cascarón? –se rió el senador. [...]. –Al flaco le da cólera que su viejo ayudara a Odría a hacerle la revolución a Bustamante –dijo Popeye–. Él está contra los militares.
–¿Es bustamantista? –dijo el senador–. Y Fermín cree que es el talento de la familia. No debe ser tanto cuando admira al calzonazos de Bustamante».[88]
El senador Arévalo asume una típica descripción, propia de las clases altas latinoamericanas del siglo XX, conforme a la cual un demócrata es un «calzonazos», vale decir, un tonto, un iluso, alguien incapaz de darse cuenta de que es preciso emplear la fuerza para imponer el orden, como lo haría un dictador; en especial, quien ostenta un grado militar y que, a través de un golpe sólo intenta restablecer el orden y el principio de autoridad.
En el diálogo entre Popeye y el senador oficialista interviene su madre, ahora en defensa del presidente derrocado:
«–Sería un calzonazos, pero era una persona decente y había sido diplomático –dijo la vieja de Popeye–. Odría, en cambio, es un soldadote y un cholo. –No te olvides que soy senador odriísta –se rió el senador–. Así que déjate de cholear a Odría, tontita».[89]
La madre de Popeye apela al prestigio moral del ex presidente Bustamante, que, se acentúa por su perfil diplomático. Odría, un militar de cuartel y, por añadidura, cholo, no estaba a la altura de la persona decente que era Bustamante, un jurista de notable trayectoria. El perfil racial quita fuerza al argumento. El término «decente», entre los segmentos altos y medios de la sociedad peruana, equivale a un blanco o un mestizo con cierto prestigio. No se recusa, sin embargo, la principal impugnación: el ser un «calzonazos», esto es, un demócrata.[90]
En la novela, «el Chispas», antes llamado Tarzán por su musculatura, el torpe hermano de Santiago e hijo primogénito de don Fermín, se queja de Bustamante por su debilidad ante sus opositores políticos. En suma, se trataba de un blandengue que no sabía utilizar la fuerza contra sus enemigos. Así se desprende de la siguiente charla entre los antagónicos hermanos:
«–Sólo a los apristas y comunistas –dijo el Chispas–. Ha sido buenísimo con ellos, yo los hubiera fusilado a todos. El país era un caos cuando Bustamante, la gente decente no podía trabajar en paz. –Entonces tú no eres gente decente –dijo Santiago–. Porque cuando Bustamante tú andabas de vago. –Te estás rifando un sopapo, supersabio –dijo el Chispas. –Yo tengo mis ideas y tú las tuyas –dijo Santiago– –Y por qué estás tú contra los militares –dijo el Chispas–. Y qué mierda te ha hecho Odría a ti. –Subieron al gobierno a la fuerza –dijo Santiago–. Odría ha metido presa a un montón de gente».[91]
El magnetismo de Bustamante y Rivero no se apagó para Vargas Llosa. A contracorriente, a su retorno, acudió a recibirlo, junto a otros jóvenes líderes del movimiento demócrata cristiano, todos ellos abogados, como los arequipeños Mario Polar, Héctor Cornejo Chávez, Jaime Rey de Castro y Roberto Ramírez del Villar, y los limeños Luis Bedoya Reyes (patrocinador en una famosa acción de hábeas corpus que impulsaba el retorno de su líder), Ismael Bielich y Ernesto Alayza Grundy, algunos de los cuales habían sufrido persecuciones y destierro. Los adherentes, narra Vargas Llosa, eran «profesionales jóvenes, sin vínculos con los grandes intereses económicos, de típica clase media, no contaminados por la suciedad política presente o pasada, que parecían traer a la política peruana una convicción democrática y una inequívoca decencia, aquello que había encarnado de manera tan prístina Bustamante y Rivero durante sus tres años de gobierno».[92]
Esta vez en términos más reflexivos, y no obstante su breve pertenencia a una célula comunista, de nombre «Cahuide», Vargas Llosa considera que aquel movimiento (la Democracia Cristiana) se organizaba para que Bustamante y Rivero fuera su líder e inspirador, y, acaso, su candidato en el próximo sufragio. Su adhesión hacia Bustamante se había consolidado por las críticas antidemocráticas del aprismo que, con el propósito de ridiculizarlo, acuñó el término de «cojurídico» (empleado luego por Velasco contra los vocales de la Corte Suprema, a quienes pretendía destituir):
«Esto lo hacía para mí aún más atractivo, pues mi admiración por Bustamante –por su honradez y ese culto religioso a la ley, que el aprismo ridiculizó tanto apodándolo el ‘cojurídico’– se había mantenido intacta aun durante mi militancia en Cahuide. Esa admiración, lo veo ahora más claro, tenía que ver precisamente con aquello que el común de los peruanos se había acostumbrado a decir compasivamente de su fracaso: ‘Era un presidente para Suiza, no para el Perú’. En efecto, durante esos ‘tres años de lucha por la democracia’ –como se titula el libro-testimonio que escribió desde el exilio–, Bustamante y Rivero gobernó como si el país que lo había elegido no fuera bárbaro y violento, sino una nación civilizada, de ciudadanos responsables y respetuosos de las instituciones y las normas que hacen posible la coexistencia social. Hasta el hecho de que se hubiera tomado él mismo el trabajo de escribir sus discursos, en una clara y elegante prosa de sesgo finisecular, dirigiéndose siempre a sus compatriotas sin permitirse la menor demagogia o chabacanería, como partiendo del supuesto que todos ellos formaban un auditorio intelectualmente exigente, yo veía en Bustamante y Rivero a un hombre ejemplar, un gobernante que si llegaba alguna vez el Perú a ser ese país para el que él gobernó –una genuina democracia de personas libres y cultas–, los peruanos recordarían con gratitud».[93]
El entusiasmo de Vargas Llosa a favor de Bustamante y Rivero se sostuvo a lo largo de una larga campaña contra la conversa «dictablanda» de Odría. El líder de los demócratas peruanos no tardaría en arribar. En el antiguo aeropuerto de Córpac, numerosos jóvenes esperaban la llegada del ex presidente constitucional. El abogado y economista Javier Silva Ruete se hallaba entre los asistentes e incluso participaba del movimiento un poeta y crítico literario como Luis Loayza, quienes firmaron sendos pronunciamientos en el diario La Prensa. Vargas Llosa recuerda ese momento como uno de los más importantes de su vida, luego de los siete años de exilio del legítimo mandatario:
«Se había organizado un grupo de jóvenes para proteger a Bustamante a la bajada del avión y escoltarlo hasta el hotel Bolívar, en previsión de que sufriera algún ataque por parte de matones del gobierno o de búfalos apristas (que, con la apertura, habían reaparecido, atacando los mítines comunistas). Nos habían dado instrucciones para que permaneciéramos con los brazos entrelazados, formando una argolla irrompible. Pero según Loayza, quien, por lo visto formaba también parte de esa sui generis falange de guardaespaldas constituida por dos aspirantes a literatos y un puñado de buenos muchachos de Acción Católica, apenas apareció Bustamante y Rivero en la escalinata del avión con su infaltable sombrero ribeteado –que se quitó, ceremonioso, para saludar a quienes lo habían ido a recibir– yo rompí el círculo de hierro, y fui a su encuentro en estado febril, rugiendo: ‘¡Presidente, presidente!’. Total, el círculo se deshizo, fuimos desbordados y Bustamante resultó manoseado empujado y tironeado por todo el mundo –entre ellos por el tío Lucho, entusiasta bustamantista a quien los forcejeos de ese mitin desgarraron el saco y la camisa– antes de llegar al automóvil que lo condujo al hotel Bolívar. Desde uno de los balcones habló, brevemente, para agradecer el recibimiento, sin dejar entrever la menor intención de volver a actuar en política. Y en efecto, en los meses sucesivos, Bustamante rehusaría inscribirse en el Partido Demócrata Cristiano y desempeñar papel alguno en la política activa».[94]
Desde entonces, como precisa Vargas Llosa, Bustamante y Rivero «asumió el rol que mantuvo hasta su muerte: hombre patricio y sabio, por encima de las contiendas partidarias, cuya competencia en cuestiones jurídicas internacionales sería solicitada a menudo en el país y el extranjero (llegaría a ser presidente del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya), y que, en momentos de crisis, lanzaba un mensaje al país exhortando a la serenidad».[95]
Los malos aprendices
En la novela El paraíso en la otra esquina, Flora Tristán, con la ayuda de su abogado, pudo dilatar el proceso de custodia de sus hijos que le seguía el feroz André Chazal. El defensor la previno, sin embargo, de que una cosa era retrasar la sentencia y otra muy distinta ganar la causa: «las leyes vigentes contra la mujer que desertaba su hogar, le sería desfavorable». En efecto, cuando intentaba huir, en el barrio Latino, por las inmediaciones de la Facultad de Derecho, halando a sus pequeños Aline y Ernest-Camille, Chazal le dio encuentro en la misma puerta de La Sorbona. Se produce entonces la agresión física de Chazal contra Flora, hasta que un grupo de estudiantes de Derecho los separa:
«Chazal aullaba que esa mujer era su esposa legítima, nadie tenía derecho a entrometerse en una disputa conyugal. Los futuros abogados dudaron. ‘¿Es cierto eso, señora?’ Cuando ella reconoció que estaba casada con ese señor, los jóvenes, cariacontecidos, se apartaron. ‘Si es su esposo, no podemos defenderla, señora. La ley lo ampara’. ‘Son ustedes más puercos que este puerco’, les gritó Flora, mientras Andrés Chazal la arrastraba, a empellones, al puesto de policía de la Place Saint-Sulpice. Allí fue fichada, amonestada y advertida por el comisario: no podría moverse del hotel de la rue Servandoni. Pronto recibiría una orden de comparecencia del señor juez. Aplacado, André Chazal partió llevándose en brazos al pequeño Ernest-Camille, que lloraba a gritos».[96]
Jules Favre, el leguleyo
Nadie más lejos de Bustamante y Rivero, un abogado prácticamente impoluto, que Jules Favre, el patrocinador de André Chazal. Según indica Vargas Llosa:
«Como el escándalo prestigia a los abogados, un joven leguleyo ambicioso y vil, que haría carrera política, Jules Favre, asumió la defensa de André Chazal, en nombre del Orden, de la Familia Cristiana, de la Moral, y se dedicó a hundir en el descrédito a la fugitiva del hogar, madre indigna, esposa infiel. ¿Y la niña? ¿Qué pasaba con tu madre, todo ese tiempo? Era enviada por los jueces a unos internados ófricos, donde Chazal y la abuela Flora podían visitarla, por separado, sólo una vez al mes».
Si Chazal era atroz, su abogado probablemente era peor:
«Porque Chazal, gracias al leguleyo Jules Favre consiguió que la justicia y la policía se lanzaran a la caza de la criatura, en nombre de la patria potestad. El 20 de noviembre de 1836 Aline fue raptada por tercera vez, ahora por un comisario, en la puerta de su casa, y entregada a su padre. Al mismo tiempo, el procurador del rey y el juez hacían saber a la abuela Flora que cualquier intento de arrebatar a Aline a su progenitor significaría para ella la cárcel».
Las denuncias por violación, agravadas por el incesto, que Vargas Llosa, equivocadamente considera como delitos autónomos, caen en saco roto:
«Terribles, enormes acusaciones que provocaron el concebible escándalo, pero que, gracias al arte consumado de esa otra fiera, la del foro, Jules Favre, depararon sólo unas pocas semanitas de cárcel al violador incestuoso, ya que, aunque los indicios lo condenaban, el juez dictaminó que ‘no se pudo probar de manera fehaciente el hecho material del incesto’. La sentencia condenaba a la niña, una vez más, a vivir separada de su madre, en un internado».[97]
De cal y de arena: los jueces de Vargas Llosa
Pareciera, y esto sólo a título de hipótesis, que, bajo el esquema de una justicia rápida, esencial y material, de la que participa el escritor peruano, los litigios debieran solucionarse de modo rápido y sencillo. Las leyes intrincadas constituirían una rémora no sólo por su inadecuada formulación, sino también por sus numerosas contradicciones. Así, el párroco levantisco y hercúleo, Severino Huanca Leyva, personaje de La tía Julia y el escribidor, en el barrio de Mendocita, dispuso que doña Angélica, abortera del lugar, practicara su oficio en la persona de la lavandera, Negra Teresita, embarazada de un noveno hijo.[98] En otra ocasión, cuando sorprendió a una pareja practicando el amor en el bosque de Matamula, sentenció su azotamiento y su posterior matrimonio forzoso, bajo el axioma «la pureza, como el abedecedario, con sangre entra».[99] La propia prédica del sacerdote contrariaba las tesis de la iglesia, cuando anunció como probable tesis de su doctorado canónico en Roma, el siguiente título: «Del vicio solitario como ciudadela de la castidad eclesiástica».[100] La audaz propuesta, sin duda, quedaría solo como tal, pues, el osado clérigo no saldría más del barrio de Mendocita.
Pero, donde quizás mejor se grafique esa idea de justicia rápida, sino inmediata y hasta autoaplicativa, sea en el capítulo VI de La tía Julia y el escribidor, en que se describe la faena del juez instructor de Lima, Pedro Barreda y Zaldívar durante una mañana de despacho. El secretario Zelaya anuncia que el expediente encierra una denuncia de «estupro de menor con agravante de violencia mental» (sic), violación en contra del vecino de La Victoria, Gumersindo Tello y en agravio de una niña de trece años, Sarita Huanca Salavarria, alumna de la Gran Unidad Escolar Mercedes Cabello de Carbonera.
El denunciado Tello, un afiebrado Testigo de Jehová, era señalado por el parte policial como presunto responsable. De las grotescas profecías: «Me gustaría exprimir los limones de tu huerta», o «un día de estos te ordeñaré», Gumercindo Tello había pasado a las obras; primero por tocamientos a la púber cuando regresaba del colegio o cuando salía para cumplir mandados, y después –aprovechando la ausencia de sus padres y con el pretexto de tomar prestado un poco de kerosene– por penetración forzada antecedida de amenazas con cuchillo y golpes de puño, tal como certificaba el informe del médico legista. No obstante que el doctor Barreda y Zaldívar se rozaba diariamente con el delito, sus sentimientos no se habían encallecido. Tuvo lástima por la pequeña. Sin embargo, se trataba (el texto es literal) «de un delito sin misterio, prototípico, milimétricamente encuadrado en el Código Penal, en las figuras de violaciones de premeditación, violencia de hecho y de dicho, y crueldad mental».[101]
Ingresaron primero al respetable despacho los padres de la víctima, unos viejecitos, cuya visible ancianidad hizo dudar al ducho juez sobre la paternidad de una niña de trece años. Como narra, Vargas Llosa, a través de la radionovela producida por Pedro Camacho (en una visión que es frecuente entre los humildes, sobre todo en los Andes) estos sólo querían que el denunciado despose a su hija Sarita:
«Sin dientes, con los ojos medio recubiertos por legañas, el padre, don Isaías Huanca, refrendó rápidamente el parte policial en lo que lo concernía y quiso saber después, con mucha urgencia, si Sarita contraería matrimonio con el señor Tello. Apenas hecha su pregunta, la señora Salaverría de Huanca, una mujer menuda y arrugada, avanzó hacia el magistrado y le besó la mano, a la vez que, con voz implorante, le pedía que fuera bueno y obligara al señor Tello a llevar a Sarita al altar. Costó trabajo al doctor don Barreda y Zaldívar explicar a los ancianos que, entre las altas funciones que a él habían sido confiadas, no figuraba la de casamentero. La pareja, por lo visto, parecía más interesada en desposar a la niña que en castigar el abuso, hecho que apenas mencionaban y solo cuando eran urgidos a ello, y perdían mucho tiempo en enumerar las virtudes de Sarita, como si la tuvieran en venta.
Sonriendo para sus adentros, el magistrado pensó que estos humildes labradores –no había duda que procedían del Ande y que habían vivido en contacto con la gleba– lo hacían sentirse un padre acrimonioso que se niega a autorizar la boda de su hijo. Intentó hacerlos recapacitar: ¿cómo podían desear para marido de su hija a un hombre capaz de cometer estupro contra una niña inerme? Pero ellos se arrebataban la palabra, insistían, Sarita sería una esposa modelo, a sus cortos años sabía cocinar, coser y de todo, ellos eran ya viejos y no querían dejarla huerfanita, el señor Tello parecía serio y trabajador, aparte de haberse propasado con Sarita la otra noche nunca se lo había visto borracho, era muy respetuoso, salía muy temprano al trabajo con su maletín de herramientas y su paquete de esos periodiquitos que vendía de casa en casa. ¿Un muchacho que luchaba así por la vida no era acaso un buen partido para Sarita? Y ambos ancianos elevaban las manos hacía el magistrado: ‘Compadézcase y ayúdenos, señor juez’.
Por la mente del doctor don Barreda y Zaldívar flotó, una nubecilla negra preñada de lluvia, una hipótesis: ¿y si todo fuera un ardid tramado por esta pareja para desposar a su vástaga? Pero el parte médico era terminante: la niña había sido violada».[102]
El magistrado con sumo tacto procedió a tomar la declaración preventiva a la menor ofendida, pero, grande sería la sorpresa para el funcionario y su secretario cuando la niña con gestos y palabras obscenos narraba en forma explícita y descarnada su desfloración. Que la tocó aquí y allá, que le hizo esto y aquello, provocando en el juez y en el secretario, Zelaya, mutismo e inquietud. En un momento, ante la reconstrucción explícita de la historia, pensó el juez que la majestad del recinto judicial se convertiría en un club nocturno.
Faltaba ahora interrogar al denunciado, Gumersindo Tello. El atestado policial daba una serie de detalles sobre el sujeto. Su detención se había producido mientras celebraba, a zambullidas en las infestas aguas del Rímac, el bautismo de un grupo de conversos. Una vez que fue conducido ante el juez negó rotunda-mente los cargos. El diestro magistrado le espetó al procesado que era un profeta impostor, un falso Testigo de Jehová, conminándolo a decir la verdad. Tello respondía contrito que cuánto decía era cierto y estaba seguro que la causa penal que se seguía en su contra no era otra cosa que una prueba que Dios colocaba en su camino. Después de ver y escuchar el relato de la agraviada, el juez instructor estaba lejos de aceptar la versión que presentaba el encausado Tello en su instructiva. Estaba entre la templanza de su cargo y el ofuscamiento por no poderle extraer una confesión sincera al presunto estuprador.
«–La ha amenazado, golpeado y violado –se destempló la voz del magistrado–. ¡Con su sucia lujuria, señor Tello! –¿Con-mi-su-cia-lu-ju-ria? –repitió, hombre que acaba de recibir un martillazo, el Testigo. –Con su sucia lujuria, sí señor –refrendó el magistrado, y, luego de una pausa creativa–. ¡Con su pene pecador! –¿Con-mi-pe-ne-pe-ca-dor? –tartamudeó, voz desfalleciente y expresión de pasmo, el acusado— ¿Mi-pe-ne-pe-ca-dor-ha-di-cho-us-ted?».[103]
Tomó entonces el fanático protestante un cortapapel que a la sazón se hallaba sobre el escritorio del juez y, con expresión nazarena y la mirada turbada, parecía decidido a cortarse aquello que, según anunciaba, nunca le había servido para pecar sino solo para hacer pipí. La historia se suspende en este punto y no se reanuda más adelante.
«¿Lo haría? –se pregunta el escribidor– ¿Se privaría así, de un tajo, de su integridad? ¿Sacrificaría su cuerpo, su juventud, su honor, en pos de una demostración éticoabstracta? ¿Convertiría Gumercindo Tello el más respetable despacho judicial de Lima en ara de sacrificios? ¿Cómo terminaría ese drama forense?».[104]
El retrato del magistrado Barreda y Zaldívar es proverbial, «alma de poeta», «atildado y puntual», tanto que el profesor puertorriqueño, Carmelo Delgado Cintrón ha incluido al personaje en una lista de jueces y abogados paradigmáticos.[105] Pedro Camacho, obsesionado en contra de los ciudadanos argentinos como a favor de los cincuentones, culmina la imagen elogiosamente:
«Era un hombre que había llegado a la flor de la edad, la cincuentena, y en su persona –frente ancha, nariz aguileña mirada, penetrante, rectitud y bondad en el espíritu–, la pulcritud ética se transparentaba en una apostura que le merecía al instante el respeto de las gentes. Vestía con la modestia que corresponde a un magistrado de magro salario que es constitutivamente inepto para el cohecho, pero con una corrección tal que producía una impresión de elegancia».
Vargas Llosa emprende también la descripción del recinto judicial al inicio del día, en el que el eje central es la noción de colmena, en términos muy parecidos pero con una carga negativa mucho menor que las descripciones de Ribeyro en Los geniecillos dominicales y que Oswaldo Reynoso en su cuento En octubre no hay milagros, que sugieren un aire de emboscada y de temor. Según el relato del escribidor boliviano Pedro Camacho: «El palacio de Justicia comenzaba a desperezarse de su descanso nocheniego y su mole se iba inundando de una afanosa muchedumbre de abogados, tinterillos, conserjes, demandantes, notarios, albaceas, bachilleres y curiosos. En el corazón de esa colmena, el doctor don Barreda y Zaldívar abrió su maletín, sacó dos expedientes».[106]
La idea de justicia material, rápida y eficiente retorna en uno de los pasajes de Pantaleón y las visitadoras. En efecto, antes que el diligente oficial del Ejército Peruano, Pantaleón Pantoja, organice su célebre columna de prostitutas que acuden, para calmar los ímpetus de la tropa, hasta los confines más alejados de la selva peruana, las violaciones de mujeres se realizan con escandalosa frecuencia. Como exclamaba encrespado, el Tigre Collazos, un general de la cúpula limeña:
«[...] Hay violaciones a granel y los tribunales no se dan abasto para juzgar a tanto pendejón. Toda la Amazonía está alborotada. –Nos bombardean a diario con partes y denuncias –se pellizca la barbilla el general Victoria–. Y hasta vienen comisiones de protesta de los pueblitos más perdidos.[107]
La lista de «percances», como eufemísticamente se llamaba al estupro se tornaba incontable. Oficiales y capellanes idearon o, mejor dicho, perfeccionaron (mientras que se implementaba el servicio de visitadoras) una suerte de mecanismo alternativo de justicia: la conciliación por medio del matrimonio. Así, el coronel Augusto Valdés, que se pasea en medio de un grupo de reclutas acusados de violación, pregunta enérgico:
«–Ahora indíqueme con cuál de estas personitas quiere casarse, señorita Dolores [...]. Y el capellán los casa en este instante. Elija, elija, ¿cuál prefiere como papá de su futuro hijito?».[108]
Por supuesto, este tipo de alianzas compulsivas no acababan con el problema: constituían únicamente un paliativo. Como explica el Tigre Collazos con franqueza marcial:
«–Fíjese en esta lista [...]. Cuarenta y tres embarazadas en menos de un año. Los capellanes del cura Beltrán casaron a unas veinte, pero, claro, el mal exige medidas más radicales que los matrimonios a la fuerza [...]».[109]
Podrá advertirse el punto de encuentro (la exigencia de un matrimonio forzoso de la parte agraviada y de su parentela con el ofensor) entre esa parte de Pantaleón y las visitadoras y los ruegos de los padres de Sarita Huanca ante el juez Pedro
Barreda y Zaldívar para que ligue en nupcias a su hija con el acongojado Testigo de Jehová, Gumercindo Tello. Santiago Roncagliolo volverá a acercarse al tema en Abril rojo. Esta práctica consuetudinaria es hasta hoy de una atronadora realidad en los Andes y la Amazonía y aún (como se observó en La tía Julia y el escribidor) en las zonas populosas de Lima. Tanto el Código Penal de 1863 como el código penal de 1924, vigente hasta el año 1991, cuando se expidió un nuevo cuerpo normativo, permitían el corte del proceso si el agresor contraía nupcias con la víctima, siempre que esta última consintiera, claro está.[110] Durante la época que la novela fue escrita y publicada, a comienzos de la década de 1970, la conciliación (hoy llamado principio de oportunidad) vía celebración de matrimonio, entre el ofensor y la agraviada, siempre que tuviera 14 años cumplidos, era plenamente válida en la práctica judicial. En la conciencia popular, hoy todavía lo es.
Pero no todos los jueces de Mario Vargas Llosa guardaban el tino y la corrección de Pedro Barreda y Zaldívar. El escritor arequipeño debió lidiar con un juez de carne y hueso, con un juez de las entrañas del Perú, Hermenegildo Ventura Huayhua, el tremendo juez de Huamanga, inmortalizado (aun cuando negativamente) en un artículo periodístico en El País de Madrid, incorporado luego, en la colección de ensayos, Contra viento y marea.[111] Ventura Huayhua acusó en forma destemplada al gobierno de Belaunde y a la comisión creada para investigar los sucesos de Ucchuracay, donde perdieron la vida, ocho periodistas al parecer a manos de comuneros iquichanos (partidarios de la monarquía española en plena república) que los confundieron con terroristas, de esconder la verdad y hasta de haber tramado el asesinato de los hombres de prensa.
MVLL fue citado a declarar, lo que hizo a puerta cerrada en dos sesiones (ocho y cinco horas, respectivamente), durante dos días en los que permaneció prácticamente bajo arresto en la habitación de su hotel (un policía lo acompañaba a todos lados dentro del cuarto.[112]
El juez Hermenegildo Ventura Huayhua estaba viviendo su gran momento. Frente al escritor rico y famoso, mundano y «derechista», se alza su figura, surgida del anonimato, del frío secular de una humanidad que se ha cansado de la injusticia.
Su gran momento alcanza su clímax orgiástico cuando ve su nombre y su fotografía en todos los periódicos del Perú; cuando es reclamado por periodistas internacionales y entrevistado mientras los flashes de los fotógrafos intentan captar su imagen heroica y su gesto adusto, siempre en disposición de defender la justicia contra quienes, abusando del privilegio de ser famoso y reconocidos, se sienten con el derecho a pasar por encima de esa misma justicia y de imponer sus criterios falsos a comisiones que deben basarse sólo en la veracidad de los hechos.
El gran momento del juez Hermenegildo Ventura Huayhua viene acompañado por los acólitos de esa misma demagogia, tan secular como la injusticia a la que dicen rechazar desde lo más profundo de sus ideologías. Ya está servida la nueva comedia humana, en medio de la incultura y la barbarie: el juez Huayhua es David frente a Goliath, el pueblo sufrido frente al gobierno abusivo; el ser anónimo –y, por lo tanto, humano– frente al «semidiós» consagrado por el mundo como uno de sus hijos privilegiados. Y hace su más infeliz declaración afirmando a La Vanguardia de Barcelona que «si bien no dudo que (MVLL) no cobrara por formar parte de la Comisión (Investigadora), sí recibió 50.000 dólares por un amplio reportaje publicado en el dominical de The New York Times...». El actor teatral Ricardo Blume, en su columna de los días jueves en El Comercio de Lima, a propósito de la campaña emprendida por el juez Huayhua, escribió el artículo «Envidiamos tanto a Mario», publicado el 6 de diciembre de 1984. Blume se referiría allí a la «infinidad de calumnias, infamias y mezquindades» de que había sido víctima Vargas Llosa, así como al «ridículo afán de notoriedad» del magistrado, cuyo nombre no menciona. Huayhua –sentencia el actor y editorialista– «ha colmado el vaso de la indignación con una gruesa gota de primitivismo intolerable y vejatorio». Y es que, como lo afirma el propio Blume, «en el Perú el éxito no se perdona. Sobre todo, el de otro peruano».[113]
Este particularísimo juez, en la cumbre de su propia y repentina fama, se convierte en uno de los personajes más grotescos del tablado de la trágica farsa de Uchuraccay, si no fuera porque el trágico balance del caso no permite hacer bromas ni chascarrillos en torno a los episodios que, como este mismo, tuvieron lugar tras la intervención de MVLL como miembro de la Comisión Investigadora de la matanza. Pero, haciendo un esfuerzo por sacar –siquiera un instante imaginario– al juez Huayhua de la lacerante realidad de la que fue cómplice, cuando leemos todos los materiales escritos sobre el caso, una asociación de ideas se nos abre paso en nuestro propio conocimiento de la vida y la literatura, de la actividad política y de la actitud moral de MVLL. El juez Hermenegildo Ventura Huayhua ¿no padeció una locura momentánea, en su insano juicio, exactamente igual que la padeció Pedro Camacho, el escribidor inventado por MVLL para una de sus novelas? ¿No es el juez Huayhua un resultado de esta terrible realidad peruana donde la verdad real y la ficción dramática o grotesca, según los casos, terminan por darse fatalmente la mano?
Porque lo que mantenía el juez Hermenegildo Ventura Huayhua era lo que exactamente venía manteniendo una parte de la opinión pública del Perú: que los ocho periodistas fueron asesinados porque habían visto cosas peligrosas para el Gobierno. MVLL, redactor del informe final de la Comisión, había mentido. Y además, se había lucrado con la muerte de los periodistas al publicar un amplio reportaje sobre el caso en las páginas de un prestigioso periódico (el juez Huayhua se refería a «Historia de una matanza»). Se trataba, en fin, de dar muerte a un falso prestigio –político, moral y literario– que había encarnado malignamente en el escritor MVLL. Podría en la soledad de su pensamiento ser aquello su servicio y aporte a la justicia. Pero la historia dice que unos meses después el Poder Judicial de la república del Perú lo encausó y tiempo después no sólo descalificó su actitud y sus declaraciones sino que anuló todo el procedimiento que había iniciado contra MVLL, fundamentalmente y contra los otros miembros de la Comisión Investigadora, el doctor Castro Arenas y Abraham Guzmán Figueroa. Pero la anécdota, la historia, el episodio, balanceándose entre la realidad y la ficción, entre los demonios imaginarios de la irracionalidad literaria y los fantasmas reales de la incultura y la miseria, ocupó su lugar durante una temporada –el gran momento del juez Hermenegildo Ventura Huayhua– en la historia pública de la infamia. Tras un año de condena, sin juzgar a nadie y sin ser protagonista de ningún caso –grotesco o dramático–, el juez Huayhua volvió al anonimato. Cumplió, siempre según su criterio, con su deber. Con el deber de identificarse con todo cuanto la conciencia moral de MVLL denuncia desde hace décadas. Durante un año, más o menos, el juez Huayhua jugó la carta de héroe humano frente al semidiós abusivo, un héroe de ficción –un Batman andino e imposible– frente a la realidad a la que todavía muchos ilustrados e informados no quieren verse jamás. Porque, quizás, en su fuero interno consideran que, en efecto, no es precisamente moral e ideológicamente rentable la imagen que ese mismo espejo devuelve del juez Huayhua. Sobre todo después de su momento, como si Pedro Camacho hubiera entrado equivocadamente en las páginas dramáticas –y mal leídas en Europa– de la metáfora de Alejandro Mayta.[114]
Vargas Llosa, cuyo espectacular giro ideológico, no dejará de encender debates, ha defendido con coraje la inconveniencia de juzgar a los terroristas a través de tribunales militares y sin rostro. Este tipo de procedimientos constituirían una suerte de salvajismo judicial o protojudicial. En una entrevista concedida a César Hildebrandt en 1992 le respondía respecto de estas irregulares cortes: «Eso es barbarie. Eso no tiene nada que ver con la justicia. Los criminales terroristas deben ser juzgados por tribunales dignos de tener ese nombre. Esos tribunales militares que no admiten el derecho de defensa, que juzgan a puerta cerrada, son infinitamente más atroces que los que ideó Stalin para deshacerse de sus adversarios».[115] El escritor peruano ha puesto también la pica en Flandes en contra la pena de muerte (caballito de batalla electoral de los políticos). En esa misma entrevista, declaraba: «Soy un doctrinario enemigo de la pena de muerte. La pena de muerte no disuade y puede eternizar el error». Cuando el periodista le retruca, recordándole que la mayoría de la población peruana apetece la pena de muerte, Vargas Llosa, replica: «La mayoría está equivocada. La minoría lúcida debe dar una batalla explicándole que la pena de muerte es una aberración, un anacronismo bárbaro, un disfraz andrajoso de la venganza. Y que la pena de muerte podría hacer de un individuo como Guzmán una leyenda, un héroe para sus fanáticos seguidores».[116]
[1] Codirector de la Revista Peruana de Derecho y Literatura
[2] VARGAS LLOSA, Mario, Cartas a un novelista, Ariel, Buenos Aires, 1997, p. 14.
[3] Para VARGAS LLOSA, la valoración de un texto de ficción se efectúa a partir de su capacidad de persuasión en la psiquis del lector. Cuanto más verosímil o «creíble» sea la fantasía que se le propone, más éxito habrá alcanzado el autor en su labor creativa. Vide VARGAS LLOSA, Cartas a un novelista, cit., capítulo III: «El poder de la persuasión».
[4] VARGAS LLOSA, Cartas a un novelista, cit., p. 15.
[5] VARGAS LLOSA, Mario, La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1996. Véase también sus ensayos: «La novela» (1966); «Novela primitiva y novela de creación en América Latina» (1969); «El novelista y sus demonios» (1971); «La utopía arcaica» (1977); y, «El arte de » (1984). En KLAHN, Norma (compiladora), Los novelistas como críticos, T. 1, México, 1991. Y una crítica, en DE LA CADENA, Marisol, «Mario Vargas Llosa y el ‘mundo andino’», en Ideele, Nº 100, agosto-setiembre, Lima, 1997, pp. 63-68.
[6] VILELA GALVÁN, Sergio, El cadete Vargas Llosa. La historia oculta tras ‘La ciudad y los perros’, Planeta, Santiago de
Chile, 2003. En el prólogo que a la obra del joven periodista, hoy la mayor autoridad en este período de la biografía del escritor, Alberto FUGUET mentir observa: «El cadete Vargas Llosa nos sumerge en la era del Behind the scenes, en los interiores, en las locaciones, y más aún, en los seres de carne y hueso que alimentaron la mente de aquel joven Mario Vargas Llosa» (Ibídem, p. 15).
[7] Sobre el particular, véase ANGVIK, Birger, La narración como exorcismo. Mario Vargas Llosa, obras (1963-2003), Fondo de Cultura Económica, Lima, 2004, especialmente, el capítulo segundo: «¿Existe un mundo fuera del texto?». El crítico noruego concluye: «Los personajes, en grado variable, carecen de libertad ante cualquier situación determinada. No sólo están histórica, geográfica, social y sexualmente condicionados sino que también están condicionados por la forma literaria» (Ibídem, p. 106). Esa forma también podría revestir un carácter ideológico y jurídico.
[8] GARCÍA-POSADA, Miguel, Mario Vargas Llosa. Una historia no oficial, Espasa, Madrid, 1999, p. 13.
[9] BARTHES, Roland, The Rustle of Language, Blackwell, Oxford, 1986. Véase también esta teoría en su libro Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces, Paidós, Barcelona, 1992.
[10] CLARK STERNE, Richard, Dark Mirror. The Sense of Injustice in Modern European and American Literature, Fordham University Press, New York, 1994.
[11] VARGAS LLOSA, Mario, Bases para una interpretación de Rubén Darío, Instituto de Investigaciones Humanísticas UNMSM, Lima, 2001, p. 18.
[12] VARGAS LLOSA, Mario, El pez en el agua. Memorias, Seix Barral, Barcelona, 1993, p. 200.
[13] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 188.
[14] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 203.
[15] VARGAS LLOSA, Mario, Conversación en La Catedral, Alfaguara-Santillana, Lima, 2005, pp. 40-41. 96 Carlos Ramos Núñez
[16] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., pp. 42-43.
[17] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 40.
[18] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 85.
[19] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 83.
[20] ARMAS MARCELO, J. J. Vargas Llosa. El vicio de escribir, Alfaguara, Madrid, 2002, p. 52.
[21] MOROTE, Herbert. Vargas Llosa, tal cual, Jaime Campodónico Editor, Lima, 1998, p. 77.
[22] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 80.
[23] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 128.
[24] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 47.
[25] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 121.
[26] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., pp. 121-123.
[27] VARGAS LLOSA, Mario, La tía Julia y el escribidor, Alfaguara, Madrid, 2004, pp. 15, 21. La edición original apareció en Barcelona, por Seix Barral, en 1977.
[28] CASTRO-KLARÉN, Sara, Mario Vargas Llosa: análisis introductorio, Latinoamericana Editores, Lima, 1988, p. 23.
[29] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 115.
[30] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 166.
[31] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 241.
[32] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., pp. 197-198.
[33] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 252.
[34] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 297.
[35] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., pp. 333-334.
[36] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 436.
[37] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., pp. 431-432.
[38] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 451.
[39] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 447.
[40] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 180.
[41] VARGAS LLOSA, Mario, El pez en el agua. Memorias, Seix Barral, Barcelona, 1993.
[42] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 126.
[43] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 85.
[44] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., pp. 85-86.
[45] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 133.
[46] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 126.
[47] Loc. cit.
[48] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 129.
[49] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 137.
[50] Loc. cit.
[51] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., pp. 35-36.
[52] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 36.
[53] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 158.
[54] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 301.
[56] VARGAS LLOSA, El pez en el agua. Memorias, cit., p. 302. La respuesta de CORNEJO CHÁVEZ, editorialista del diario La República. estaría, sin embargo, lejos de la ponderación de un jurisconsulto. En tono destemplado y, a juicio del psicoanalista Max SILVA TUESTA, «con disfuerzos de beata chismosa», puso en letras de imprenta lo siguiente: «Qué cosa tan horrenda debe haberle ocurrido [a Vargas Llosa] en el Colegio Militar Leoncio Prado donde, según se nos dice, estudió... o lo estudiaron a fondo, para que odie de esa manera al país que lo vio nacer... ¡Misterio... que preferimos no descubrir...!». Véase CORNEJO CHÁVEZ, Héctor. «Vino, vio... y el chinito lo derrotó», en La República, Lima, 9 de mayo de 1993. También en SILVA TUESTA, Max, Psicoanálisis de Vargas Llosa, Editorial Leo, Lima, 2005, p. 102.
[57] VARGAS LLOSA, Mario, Los cuadernos de don Rigoberto, Peisa, Lima, 1997, pp. 329-332.
[58] Loc. cit.
[59] LEGRAND, Pierre, Le droit comparé. PUF, París, 1999.
[60] GONZÁLEZ PRADA, Manuel, «Nuestros magistrados», en Horas de Lucha, Moderna, Lima, 1908.
[61] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 450.
[62] VARGAS LLOSA, Mario, Travesuras de la niña mala, Alfaguara-Santillana, Lima, 2006, p. 64.
[63] VARGAS LLOSA, Los cuadernos de don Rigoberto, cit., p. 193.
[64] VARGAS LLOSA, Los cuadernos de don Rigoberto, cit., pp. 332-333.
[65] VARGAS LLOSA, Mario, «La revolución silenciosa», en SOTO, Hernando de, El otro sendero: la revolución informal, ILD, Lima, 1986, p. XXIV.
[66] VARGAS LLOSA, «La revolución silenciosa», cit., pp. XXIV-XXV.
[67] LUCHTING, Wolfgang, Mario Vargas Llosa: desarticulador de realidades. Una introducción a su obra, Plaza Janes, Bogotá, 1978.
[68] REBUFFA, Giorgio, «Il triunfo del codice civile nella testimonianza di Honoré de Balzac», en Materiali per una Storia della Cultura Giuridica, Año XXIII, Nº 1, junio, Bologna, 1992, pp. 62-88.
[69] HALPÉRIN, Jean-Louis, Le Code Civil, Dalloz, París, 2003, p. 90.
[70] WILLIAMS, Raymond L., «Literatura y política: las coordenadas de la escritura de Vargas Llosa», en Mario Vargas Llosa. Literatura y política, Fondo de Cultura Económica, Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, México, 2005, p. 34.
[71] VARGAS LLOSA, Mario, El paraíso en la otra esquina, Alfaguara, Bogotá, 2003, pp. 134-136.
[72] VARGAS LLOSA, Mario, La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, Seix Barral, Barcelona, 1975.
[73] VARGAS LLOSA, Mario, Kathie y el hipopótamo, Seix Barral, Barcelona, 1983, p. 22.
[74] VARGAS LLOSA, El paraíso en la otra esquina, cit., p. 127.
[75] VARGAS LLOSA, Mario, El hablador, Seix Barral, Barcelona, 1987.
[76] Loc. cit.
[77] «Deslumbrado por las clases de Porras Barrenechea, en cierto momento consideré la posibilidad de dejar la literatura y dedicarme a la historia». Vide CASTRO-KLARÉN, Sara, Mario Vargas Llosa. Análisis introductorio, Latinoamericana Editores, Lima, 1988, p. 23, que cita una conferencia del escritor en la Universidad de Georgetown en mayo de 1986. En sus testimonios, Vargas Llosa añadiría: «La influencia que el curso de Porras [Fuentes Históricas Peruanas] tuvo sobre mí fue tan grande que durante esos primeros meses en la universidad llegué muchas veces a preguntarme si debía seguir Historia en vez de Literatura, pues aquélla, encarnada en Porras Barrenechea, tenía el color, la fuerza dramática y la creatividad de éste y parecía más arraigada en la vida». Vide VARGAS LLOSA, Mario, El pez en el agua, cit., pp. 236-237. PORRAS, como se sabe, también incursionó, siguiendo la huella de su abuelo materno, José Antonio Barrenechea, en la Historia del Derecho con apologéticos discursos en torno a dos abogados del ochocientos: Toribio Pacheco y Luciano Benjamín Cisneros. Sobre el particular, RAMOS NÚÑEZ, Carlos, Toribio Pacheco, jurista peruano del siglo XIX, Fondo Editorial PUCP, Lima, 1993.
[78] En la presentación de El paraíso en la otra esquina, que tuvo lugar primero en la Alianza Francesa y luego en el Monasterio de Santa Catalina de Arequipa, Vargas Llosa, con legítimo orgullo, recordaba a este pariente suyo.
[79] VARGAS LLOSA, Mario, Diccionario del amante de América Latina, Paidós, Barcelona, 2006, p. 33.
[81] GUTIÉRREZ DE LA FUENTE, Manuel, La monja Gutiérrez y la Arequipa de ayer y de hoy, Fundación M. J. Bustamante de la Fuente, Lima, 2005. También, GUEVARA GIL, Armando, «Entre la libertad y los votos perpetuos: el caso de la monja Dominga Gutiérrez (Arequipa, 1831)», en Boletín del Instituto Riva-Agüero, Nº 28, Lima, 2001, pp. 391-412.
[86] VARGAS LLOSA, El pez en el agua, cit., p. 71.
[87] Loc. cit.
[88] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 40.
[89] Loc. cit.
[90] El poeta Martín Adán, con una sana ironía, trazó un paralelo sardónico del gobierno de Bustamante y Rivero. Solía afirmar que el régimen democrático de Bustamante era para el Perú «el equivalente de la regencia de Santa Rosita de Lima en la Penitenciaria». Esto es, un imposible.
[91] VARGAS LLOSA, Conversación en La Catedral, cit., p. 45.
[92] VARGAS LLOSA, El pez en el agua, cit., p. 288.
[93] VARGAS LLOSA, El pez en el agua, cit., pp. 288-289.
[94] VARGAS LLOSA, El pez en el agua, cit., pp. 289-290.
[95] VARGAS LLOSA, El pez en el agua, cit., p. 290.
[96] VARGAS LLOSA, El paraíso en la otra esquina, cit., pp. 134-136.
[97] VARGAS LLOSA, El paraíso en la otra esquina, cit., pp. 163-165.
[98] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 303.
[99] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 307.
[100] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 309.
[101] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., capítulo VI, pp. 133-155.
[102] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., pp. 143-144.
[103] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 154.
[104] VARGAS LLOSA, La tía Julia y el escribidor, cit., p. 155.
[105] DELGADO CINTRÓN, César. «Derecho y Literatura. Una visión literaria del Derecho», en Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico, 70, 2001, 1127.
[106] VARGAS LLOSA, Mario, La tía Julia y el escribidor, cit., pp. 133-134.
[107] VARGAS LLOSA, Mario, Pantaleón y las visitadoras, [1973], Alfaguara, Lima 2004, p. 18.
[108] VARGAS LLOSA, Pantaleón y las visitadoras, cit., pp. 19-20.
[109] VARGAS LLOSA, Pantaleón y las visitadoras, cit., p. 21.
[110] El Código Penal de 1863, en el artículo 277º, estipulaba: «en los casos de estupro, violación o rapto de una mujer soltera, quedará exento de pena el delincuente, si se casare con la ofendida, prestando ella su libre consentimiento, después de restituida a poder de su padre o guardador, o a otro lugar seguro». A su vez, el Código Penal de 1924, prescribía en el artículo 204º: «En los casos de violación, estupro, rapto o abuso deshonesto de una mujer, el delincuente será además condenado a dotar a la ofendida, si fuere soltera o viuda en proporción a sus facultades, y a mantener a la prole que resultase. En los mismos casos, el delincuente quedará exento de pena, si se casare con la ofendida, prestando ella su libre consentimiento, después de restituida al poder de su padre o guardador o a otro lugar seguro». El moderno Código Penal de 1991, establecía en la versión original del artículo 178º, idéntica posibilidad. Una reforma emprendida por las congresistas Beatriz Merino y Lourdes Flores Nano habría de conducir a la derogatoria de la figura. Vide artículo 2º de la Ley Nº 26770 del 15 de abril de 1997 y el artículo 1º de la Ley Nº 27115 del 17 de mayo de 1999.
[111] VARGAS LLOSA, Mario, «Las bravatas del juez», en Contra viento y marea, Peisa, Lima, 1990, T. 3, pp. 195-200.
[112] SETTI, Ricardo A., Diálogos con Vargas Llosa, Intermundos, Lima, 1989.
[113] BLUME, Ricardo, «Envidiamos tanto a Mario», en Como cada jueves. Artículos periodísticos. Occidental Petroleum of Perú-Universidad del Pacífico, Lima, 1988, pp. 81-83.
[114] ARMAS, Marcelo, Vargas Llosa. El vicio de escribir, Alfaguara, Madrid, 2002.
[115] COAGUILA, Jorge, Mario Vargas Llosa. Entrevistas escogidas, Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima, 2004, p. 223.